Autor: Manuel Marfán
Fuente: La Tercera
En los documentales como los de Cousteau o de Attemborough, una cámara filma desde lejos una playa atiborrada de lobos marinos en plena temporada de apareamiento. Esa convivencia forma parte de la preservación de la especie. Un acercamiento muestra los detalles: un macho feroz, con cicatrices de mil peleas, resguarda un área de límites imaginarios. Basta que otro macho la invada con la uña de una aleta para desatar un combate territorial violento.
Pues bien, el aparato del Estado se parece mucho a eso. En Chile y en el mundo, y en todas las épocas. ¿Y por qué? Porque las autoridades públicas son fusibles. Si algo sale mal, alguien es responsable. Incluso más, quien toma en definitiva las decisiones en una repartición es quien asumiría los costos de una mala decisión o de una mala gestión. Esa es la responsabilidad política.
Y por eso el Estado es tan compartimentado. Para que dos o más jefaturas se coordinen es necesaria la intervención de una autoridad superior. Si la frontera entre dos instituciones no es clara lo más probable es que habrá roces. Como entre Carabineros e Investigaciones. O la Tesorería y el SII. O, en lo más reciente, el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional.
Pero eso no es habitual en el sector privado.
¿Y qué pasa, entonces, cuando el sector privado administra bienes públicos? Piense, por ejemplo, en la congestión gigantesca que se produjo en la Ruta 5 Norte después del eclipse. Más de siete horas de viaje entre el Valle del Elqui y Los Vilos, donde la principal causa de la demora fue en las plazas de peaje. “Es que las carreteras de Chile no están preparadas para un flujo tan elevado de vehículos” dijo un ejecutivo. Ese es un eufemismo. Son las plazas de peaje las que no están preparadas. ¿Y quién es responsable? ¿Quién asume la responsabilidad política cuando un bien público falla gravemente? El corte de agua en Osorno es otra muestra de lo mismo. ¿Será que “el contrato de la sanitaria con el Estado no contempló una situación como ésta”?
El problema de fondo es que hay un conflicto entre el bien público por una parte, y la administración privada de bienes públicos, por otra. Y si algo sale mal no hay fusibles. No hay responsabilidad política. Es cierto que el bien público es un rol del Estado y no del sector privado. Pero también es cierto que resulta imposible prever en un contrato todas las contingencias que pueden afectar el bien público. Pero crisis como la del agua potable en Osorno son inaceptables. ¿Se imagina qué pasaría si París o Nueva York tuvieran una corte de agua como ése?
Estos episodios son dañinos. La nula preocupación por el bien público de algunas concesionarias no implica solo un daño en la reputación de esas empresas, sino que socava la imagen del sector privado.
El haber dejado fuera de la administración del aporte adicional a las AFP puede no ser bueno, pero en parte tiene que ver con el argumento anterior.