Ignacio Walker · Fuente: Opinión El Mercurio
El paso de una separación a una colaboración de poderes; de un sistema de independencia (el Presidente y el Parlamento son elegidos directamente por sufragio universal) a uno de dependencia entre Ejecutivo y Legislativo (el gobierno es elegido por el Parlamento); de un periodo fijo a uno más flexible de gobierno; de una concentración de poderes entre las funciones de jefe de Estado y de jefe de Gobierno en la persona del Presidente de la República a uno de separación de las funciones entre jefe de Estado (Presidente de la República) y jefe de Gobierno (Primer Ministro); de una forma traumática (y de crisis) de remoción del Presidente de la República (impeachment) a una no traumática (de continuidad institucional) de remoción y cambio del jefe de Gobierno (voto de no confianza constructivo), con la posibilidad de disolución del Parlamento; acompañado todo lo anterior de una formación de coaliciones después (y no antes) de la elecciones; en definitiva, el paso de la rigidez propia del presidencialismo a la mayor flexibilidad que encontramos en una forma de gobierno parlamentaria. Tales son algunas de las diferencias entre presidencialismo y parlamentarismo, y algunas de las ventajas (me atrevo a sugerir) de este en relación a aquel.
Es bien sabido que el presidencialismo recorre toda la historia constitucional de Chile desde hace dos siglos, incluyendo las constituciones de 1828, 1833, 1925 y 1980. Sostenemos que, pese a sus evidentes virtudes y contribuciones a periodos de gran estabilidad política, el presidencialismo chileno no ha sido sometido a escrutinio crítico. Nada se dice, por ejemplo, acerca del primer presidencialismo concluyó (ni siquiera estamos sugiriendo una relación de causalidad) en la cruenta Guerra Civil de 1891 (con el suicidio del Presidente Balmaceda) y que el segundo presidencialismo terminó en el quiebre democrático y el golpe de Estado de 1973 (el suicidio del Presidente Allende).
Digamos, adicionalmente, que si hay algo que permanece como una constante en la historia política de Chile es la existencia se un sistema multipartidista. Lo que permanece como una tendencia preocupante es la excesiva proliferación de partidos políticos (al momento de escribir estas líneas hay 25 partidos inscritos legalmente, 15 de ellos con representación parlamentaria). Sostengo que una forma de gobierno parlamentaria tiene más recursos que una presidencial a la hora de reducir el número de partidos efectivos. La existencia de un umbral es una de ellas, pero la más importante es que bajo una forma de gobierno parlamentaria, las coaliciones de gobierno se forman después (y no antes) de una elección parlamentaria.
¿Qué impide en Chile una forma de gobierno parlamentaria?
En primer lugar, el mito del presidencialismo (se trata de un mito fundacional, de fuerte arraigo en la cultura política chilena). Este mito se vio reforzado por la postura de Arturo Alessandri, un sector de los liberales y los militares, los que jugaron por una fórmula presidencial (Constitución de 1925), mientras que el Partido Conservador, el Partido Radical y el Partido Comunista se jugaban – cuál más, cuál menos- por una fórmula parlamentaria.
En segundo lugar, está el prejuicio contra el parlamentarismo. Se dice que el parlamentarismo habría fracasado, en circunstancias que nunca se lo ha intentado en la historia de Chile (lo que existió entre 1981 y 1920 es un presidencialismo desvirtuado o régimen de asamblea, pero no una forma de gobierno parlamentaria).
El tercer factor es la elección de los presidentes en forma directa. ¿Cómo convencer a la ciudadanía de aquí en adelante que ya no va a elegir al Presidente de la República por sufragio universal y que tanto el jefe de Estado como el jefe de Gobierno tendrán su origen en el Parlamento?
El cuarto factor, que hace todo lo más difícil, es el gran desprestigio del Parlamento y los parlamentarios (y de los partidos) en la hora actual. Pero, al revés, el verdadero cambio político en Chile tendrá lugar cuando se entienda que quiera dedicarse a la política tiene que postular al Parlamento.
Tal vez ha llegado la hora de someter al presidencialismo chileno a un escrutinio crítico que nunca ha existido. Si el parlamentarismo tiene la flexibilidad de la que el presidencialismo carece, tiene la simpleza de la que el semipresidencialimo carece (especialmente en torno a la realidad de un “Ejecutivo dual”), la forma de gobierno parlamentaria es básicamente una fórmula simple: se forma gobierno en la medida que se reúne una mayoría en el Parlamento, se pierde el gobierno en la medida que se deja de tener esa mayoría (bajo la fórmula de un voto constructivo de no confianza, como en Alemania, a fin de evitar los abusos de este mecanismo). En cualquiera de los dos casos (parlamentarismo o somipresidencialismo), m{as que un “salto al vacío”, estaríamos transitando a un terreno perfectamente abonado en la experiencia comparada.