Autor: José Pablo Arellano
Fuente: El Mercurio

El Gobierno le puso urgencia y la comisión de Educación del Senado tiene un calendario de sesiones extraordinarias con el fin de despachar el proyecto de educación superior. 

Dicho proyecto es muy amplio en sus pretensiones de reforma, pues crea dos entidades nuevas, una subsecretaría y una superintendencia; reforma la Comisión Nacional de Acreditación; propone establecer un nuevo sistema de admisión a la educación superior, e impone un régimen de gratuidad universal para los estudiantes. 

Más allá de la conveniencia de abordar estos temas, la gran preocupación que surge es la premura con que se pretende hacerlo. 

El proyecto ha tenido distintas versiones en los últimos tres años y la que ingresó al Senado recibió, por múltiples razones, una crítica prácticamente unánime de los que concurrimos a dar nuestra opinión a la comisión de Educación, dejando en evidencia su falta de madurez. La semana pasada recibió 700 indicaciones del Ejecutivo y de los senadores. 

El marco legal que rige nuestro sistema de educación superior necesita ser perfeccionado. Sin embargo, si no se hace con la necesaria rigurosidad, se corre el riesgo de debilitar una institucionalidad que se ha ido forjando por décadas. El sistema de admisión ha sido autogestionado por nuestras principales universidades y se ha perfeccionado en el tiempo. La acreditación se ha ido extendiendo y mejorando a lo largo de tres décadas. El financiamiento de los estudios, que hoy combina gratuidad, becas, créditos y aporte de los estudiantes y sus familias, es resultado de sucesivas mejoras y de una notable ampliación en la cobertura de las ayudas estudiantiles en las últimas décadas. 

El proyecto insiste en la gratuidad universal, a pesar de que es inequitativo y que va contra lo que están haciendo los países de la OCDE. En 20 de 24 de esos países se aumentó el aporte privado en los últimos años. Los países que tenían gratuidad y tuvieron que terminarla lo hicieron con grandes dificultades políticas, porque pese a ser necesario, como es obvio, no resultaba popular. Es una mala opción dejar comprometida por ley para el futuro la ilusión de la gratuidad universal, como lo hace el proyecto. Estamos a tiempo para evitarlo. 

Nuestra educación superior se expandió desde 250.000 estudiantes en 1990 a más de 1.250.000 actuales. El reconocimiento a nivel internacional de nuestras principales instituciones y la mejora continua de la enorme mayoría de las instituciones son una indicación de lo que está en juego. 

Para mejorar nuestro marco legal, es indispensable hacerlo con rigurosidad. Esto es, evaluando los potenciales beneficios y riesgos de los cambios que se acuerde introducir. Hay que hacerlo procurando que esta legislación sirva por un período de varios años y que tenga la flexibilidad necesaria para acomodar los importantes cambios que está viviendo la educación superior en el mundo. 

El proyecto es tremendamente ambicioso y la versión que aprobó la Cámara necesita cambios muy importantes. Es preferible avanzar en lo que se pueda legislar bien, logrando consensos amplios y duraderos, y dejar pendiente para el nuevo gobierno y el Congreso recién electo lo que no se pueda tratar con el rigor que estas materias exigen. 

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