Ignacio Walker
Fuente: Opinión El Mostrador
Los desencuentros al interior de la elite política arrastraron al pueblo a la cruenta Guerra Civil de 1891. Los odios entre balmacedistas y antibalmacedistas, la polarización entre gobierno y oposición, la política convertida en un juego de suma cero, la intransigencia convertida en norma de conducta, sembraron la destrucción y la desolación allí donde existía paz y prosperidad. En las batallas de Concón y Placilla murieron más chilenos que en Chorrillos y Miraflores, al final de la Guerra del Pacífico. Con razón dice el historiador Alejandro San Francisco que la Guerra Civil “marcó lo que puede considerarse una verdadera vergüenza nacional” –La Guerra Civil de 1891 (la irrupción política de los militares en Chile). Ediciones Centro de Estudios Bicentenario, Santiago, 2007, p. 72–. Al cumplirse 130 años de la Guerra Civil y del suicidio de Balmaceda el 19 de septiembre de 1891, conviene preguntarse por las lecciones de tan trágico acontecimiento.
Chile vivía un periodo de gran prosperidad económica tras la Guerra del Pacífico (1879-1883), con la incorporación de Tarapacá y la riqueza del salitre. Desde 1830 había existido un proceso de transferencia legal y ordenada del poder. Las instituciones funcionaban. El país gozaba de un reconocido prestigio internacional. El paso de la Pax Conservadora (1830-1860) a la Pax Liberal (1860-1890) transcurría sin grandes sobresaltos, por una vía institucional. El proceso de liberalización y democratización emprendido por los gobiernos de Errázuriz, Pinto, Santa María y Balmaceda tenía lugar por la vía de la reforma. No había ni refundación ni “hoja en blanco”, sino una “democratización vía reforma”, en la clásica y feliz definición de Samuel Valenzuela –Democratización vía reforma (la expansión del sufragio en Chile), Ediciones del IDES, Buenos Aires, 1985–.
¿Qué fue entonces lo que condujo a la Guerra Civil? El desencuentro brutal al interior de la elite política, responsabilidad compartida de balmacedistas y antibalmacedistas, de gobierno y oposición. Fue ese desencuentro el que sumió al pueblo en una guerra fratricida.
El proyecto modernizador del Presidente Balmaceda –porque en eso consistía su programa de gobierno– tenía todas las posibilidades de acompañar ese proceso más amplio de liberalización y democratización sin necesidad de un quiebre político. Surgido desde las entrañas de la fronda, el Partido Liberal y el Parlamento, en su calidad de diputado, senador, ministro y Presidente, Balmaceda no era ningún outsider ni desconocedor de las reglas democráticas. Ya como ministro de Santa María, hacia mediados de los años 80 del siglo XIX, defendía “la reforma gradual y progresiva” –Ver Julio Bañados Espinoza. Balmaceda, su gobierno y la Revolución de 1891. Ediciones Centro de Estudios Bicentenario, Tomo I, Santiago, 2005, p. 63. Bañados Espinoza, diputado liberal y ministro del Interior de Balmaceda durante la Guerra Civil, recibió de este último el encargo de escribir la historia de su gobierno y de la guerra–.
Ese era su credo. Bajo ese predicamento alcanzó el gobierno (1866-1891), tras brillar en la actividad política y parlamentaria.
¿En qué falló Balmaceda (y los balmacedistas)? Falló en la reunificación de la familia liberal, que ya mostraba fisuras en las postrimerías del gobierno de Santa María. Balmaceda se había propuesto la reunificación de la familia liberal. Al final de su ensayo reformista y modernizador se contaban seis agrupaciones liberales. Balmaceda terminó con una exigua minoría política y parlamentaria al final de su administración. El problema no residía en la profundidad de las reformas que se propuso llevar a cabo –aunque cada una de ellas fue objeto de encendidos debates– sino en la incapacidad para dotarlas de una mayoría política y parlamentaria.
La incorporación de los militares a su gabinete de enero de 1890 fue fatal. La designación del general José Velásquez como ministro de Guerra contribuyó fuertemente a la politización del Ejército y a la militarización de la política, como bien anota San Francisco. La Guerra Civil supuso la división de las FF.AA., con el Ejército del lado del Ejecutivo y la Armada del lado del Congreso.
La postergación de la prescindencia electoral por parte del Ejecutivo –la intervención electoral gubernamental había sido la norma desde la década de 1830– solo vino a despejarse con la designación del gabinete Sanfuentes en mayo de 1890 (se suponía que Enrique Salvador Sanfuentes era el tapado de Balmaceda). Lo que estaba en juego era la demanda generalizada en favor de la libertad electoral. Hubo mucha ambigüedad sobre la materia.
La clausura del Congreso Nacional en su periodo extraordinario de sesiones, decretada en octubre de 1890, fue la gota que rebalsó el vaso. Aunque era una facultad presidencial discrecional hacerlo, no era prudente decretarla en un momento de máxima polarización política, más aún cuando el Parlamento era la principal arena de negociación política. El haber decretado la prórroga de la Ley de Presupuesto y la fijación de las Fuerzas de Mar y Tierra el 1 de enero de 1891 –solo por ley se podían tomar ambas medidas–, proveyó la excusa o el pretexto o el argumento –según la perspectiva que se adopte– para el levantamiento o sublevación de la Armada el 7 de enero de ese año.
¿Y dónde fallaron los antibalmacedistas? En la obstrucción política y parlamentaria sin cuartel, especialmente durante el año legislativo de 1890. El punto de quiebre fue el aplazamiento del cobro de Contribuciones (impuestos) en junio de 1890, “hasta que el presidente de la República nombre un ministerio que dé garantías de respeto a las instituciones, y que merezca por ello la confianza del Congreso Nacional” (en Bañados, op. cit., p. 400; el futuro ministro de Balmaceda con razón calificó esa artimaña como una “revolución sin armas”). Dejar sin financiamiento al Gobierno ya era gravísimo (no había ocurrido en 57 años, según reconoció el diputado liberal Julio Zegers, acérrimo enemigo de Balmaceda); recurrir al chantaje –porque de eso se trataba, en definitiva– contra Balmaceda hasta el punto de hacerlo renunciar a sus prerrogativas constitucionales, que incluían el nombramiento y remoción de sus ministros, fue considerado como inaceptable por el presidente liberal. ¡Y con cuanta razón!
La introducción de prácticas parlamentaristas como el uso y abuso de la censura e interpelaciones de los ministros no hicieron más que consagrar –hasta 1920, a decir verdad– las rotativas ministeriales y la inestabilidad gubernamental (Balmaceda tuvo 15 ministerios en sus 4 años de gobierno). La negativa a aprobar la Ley de Presupuestos y la que fija las Fuerzas de Mar y Tierra fueron la estocada final de los antibalmacedistas, atrincherados en el Parlamento, afectando la marcha política del país.
Todo lo anterior se vio reflejado en la fiera lucha entre los partidos de gobierno y de oposición, en sede parlamentaria y a través de la prensa, con el trasfondo del tira y afloja entre gabinete parlamentario (como quería la oposición) y gabinete presidencial (como quería Balmaceda, él mismo surgido desde el corazón del Parlamento y el parlamentarismo, devenido en acérrimo partidario del presidencialismo).
Es cierto que el programa de modernización de Balmaceda, que incluía la liberalización, democratización y secularización de las estructuras, además de un mayor control de la industria del salitre y sus excedentes, y un ambicioso programa de obras públicas (especialmente los ferrocarriles), tocaba intereses muy variados, desde el clero y la Iglesia, hasta los intereses ingleses en el salitre, amén de las atribuciones y granjerías de los propios partidos y parlamentarios, pero fueron las odiosidades y la lucha sin cuartel entre balmacedistas y antibalmacedistas, al interior de la fronda, las que terminaron por crear las condiciones que condujeron a la Guerra Civil de 1891.
Transcurridos 130 años desde la Guerra Civil de 1891 y del suicidio de Balmaceda, ¿cuáles son las lecciones que se pueden extraer frente a la realidad de 2021? Son sorprendentes las semejanzas en los procesos de quiebre de 1890-91, 1924-25 y 1972-73, lo que escapa a las posibilidades de esta reflexión y abre toda una avenida de investigación y reflexión, pero, al menos en lo que toca a la realidad actual, podríamos aventurar al menos algunas conjeturas, en forma tentativa y preliminar.
Hay una línea de continuidad histórica –alguna vez el cardenal Silva Henríquez la relacionó con el “Alma de Chile”– referida al valor y la centralidad de las instituciones como una forma pacífica de procesar el conflicto social. En definitiva, se trata de una defensa y adhesión a las reglas de la democracia constitucional. La vía institucional no desconoce el conflicto, ni impide el cambio social, pero postula una cierta gradualidad de los cambios, por la vía de la reforma y los acuerdos. Hay muchos ejemplos de ello en nuestra historia, partiendo por la realidad política de 1830-1890, un caso único en América Latina. Son los momentos de triunfo de la política.
Cuando se desconocen esos elementos, e impera la lógica de suma cero (lo que yo gano, tú lo pierdes y viceversa), sobrevienen el maximalismo, la polarización y los momentos de quiebre. Es el fracaso y la renuncia de la política. También hay ejemplos a través de nuestra historia. La Guerra Civil de 1891 y el Golpe de Estado de 1973 encabezan esos momentos. Ninguno de ellos era inevitable. Fue el fracaso de la política, de la buena política, el que condujo a esos desenlaces trágicos.
Confieso que mi admiración por Balmaceda crece con el tiempo. Se anticipó a los cambios que sobrevendrían en el siglo XX: secularización, democratización, modernización. Pero falló donde no tenía derecho a hacerlo porque tenía toda la experiencia, el conocimiento y el dominio de los códigos de la política que habían consolidado la república democrática de la segunda mitad del siglo XIX.
Sin mayoría política y parlamentaria no hay proyecto de cambio posible. Balmaceda falló en este aspecto fundamental, el mismo en que falló Allende casi un siglo después. Ambos fallaron en este aspecto y en la centralidad del régimen constitucional chileno y la vía institucional. Ambos, que habían surgido desde las entrañas del Estado de compromiso oligárquico y el Estado de compromiso mesocrático, respectivamente, y del ejercicio de las reglas democráticas, terminaron por desconocer los códigos y las leyes del mismo sistema político que los encumbró hasta la cúspide del poder. Ambos terminaron sus vidas recurriendo al suicidio, en forma tan trágica como heroica.
La crisis que vivimos –porque vivimos una crisis–, no es (solo) al interior de la fronda, a diferencia de 1891. Se trata de una crisis social muy profunda. El “estallido social” del 18/O tiene otras coordenadas, pero la responsabilidad de la elite política, en lo que le cabe, es la misma que la de 1890-91, 1924-25 o 1972-73. Si una parte de la elite política cree que puede subcontratar o externalizar la política en los movimientos sociales o en la calle –la otra parte de la elite política lo hizo con los militares en el pasado, pero esa vía afortunadamente no está disponible, lo que es un triunfo de la transición democrática–, entonces que no se extrañe que la situación se le revierta y torne en su contra, de sí misma y del país.
Desde el 18/O, Chile se debate entre la Vía Institucional y la Vía Insurreccional. Esa tensión sigue ahí. Hasta ahora la primera ha logrado imponerse sobre la segunda, pero nada nos augura un desenlace virtuoso. Existe siempre ese otro peligro, el camino hacia la mediocridad. Este puede no terminar ni en guerra civil, ni en golpe de Estado, pero sí acabar con esa otra promesa, la de la “doble transición”: la transición a la democracia y al desarrollo –Cony Stipicic y Cecilia Barría, La segunda transición (conversaciones con Alejandro Foxley), Uqbar editores, Santiago, 2017–.
Balmaceda quiso acometer la misma doble transición, a la democracia y el desarrollo, pero con el desenlace trágico que es ampliamente conocido, sobre el cual existe poca reflexión.
La vía institucional es la vía de la reforma y la gradualidad de los cambios; es la vía de los acuerdos y los consensos, es el apego irrestricto a las normas que nos rigen, a la Constitución y a las leyes; es el camino de la negociación y el compromiso, sobre la base de concesiones recíprocas. En momentos en que los resquicios constitucionales vuelven a campear como antes campeaban los resquicios legales, en que la polarización y las odiosidades al interior de la elite política no dejan ver la luz al final del túnel, conviene tener presente que nuestro país no ha pisado dos, sino al menos tres veces en la misma piedra. Aprender de las lecciones del pasado es una forma de no cometer los mismos errores y demostrar que se puede (y se debe) transitar simultánea y virtuosamente en el camino de la democratización y la modernización de nuestras estructuras, sobre la base de la “reforma gradual y progresiva”, en las palabras del propio Balmaceda. No tenemos derecho a fallar en este doble empeño. La principal responsabilidad recae en la elite política dirigente.